19 de abril de 2024

En un verso cabe el universo

La galaxia ‘HD1’, la más lejana de la Tierra jamás detectada, nació solo 300 millones de años después del Big Bang.

Por Virgilio López Azuán

A veces un simple juego de palabras genera enseñanzas reflexivas. Es metafórico decir que en un verso cabe el universo y sobra espacio o que la sumatoria de uno mismo con un verso constituye el universo, como se aprecia en esta fragmentación de la palabra universo: un(o) + i + verso. O sea, el concepto de universo con todas sus galaxias se resume a un(o) en persona y un verso.

Entonces, amén de las teorías filosóficas o metafísicas, la frase “Conócete a ti mismo y conocerás el universo”, empieza a tener sentido en el mundo estético. Sería más completa para el poeta decir la frase de esta manera: “Conócete a ti mismo y al verso, y conocerás el universo”. Aquí empieza el gran desafío. Debería hacerlo por medio de las palabras y el lenguaje. Cuando se dice universo, se refiere a un todo, dentro de lo real y lo simbólico, incluyendo un hecho o un objeto.

Cuando faltan y se rebosan, palabras y lenguajes

Si se utilizan palabras y la generación del lenguaje es insuficiente para describir un hecho o un objeto determinado, el autor o poeta tiende a quedarse corto en su propósito poético. Si hace lo contrario, rebosar los contornos en la exploración de lo infinito del lenguaje y sus matices podría rayar en la abundancia.

Las palabras lo llevan más allá de los posibles límites del universo y del todo.  Aquí cabe citar al filósofo Schilling (1750-1854) quien definía el arte como la percepción de lo infinito en lo finito. En esa percepción del infinito, puede el autor ahogarse.

Cuando hay carencia en las palabras y el lenguaje, el esfuerzo léxico necesario para elevar los niveles de plasticidad no es alcanzado ante la complejidad o la simpleza del hecho mismo. El autor debe utilizar las capacidades cerebrales del intelecto, las emociones y los sentimientos. Hilvanar los pensamientos, tratar de imprimirles sentidos, tanto en el uso del idioma y el lenguaje. En ese caso debe evitar colgarse de los vacíos conceptuales, estéticos, filosóficos y la ligereza en la expresión.

Es trabajoso buscar en las profundidades, las palabras exactas para imprimir orden y belleza al lenguaje. El autor se encuentra muchas veces navegando en sus simas reflexivas, argumentativas, éticas y estéticas, tratando de pescar vocablos poseedores del vellocino de oro.

Se afana por la elaboración de un pensamiento profundo, cuasi mágico; encantador y conmovedor por demás. En ese buceo se sudan razones, se desechan palabras, ideas, emociones, sensaciones, revelaciones y el aliento que emana del ser. No hay que hacer tantos malabares para despertar el rayo poético. Hay que dejarse fluir como dicen los efluvistas.

Al ampliar los hechos y los objetos con las palabras, puede el autor sumergirse en aguas cerúleas, planear con vientos a su favor y fluir en el líquido amniótico de la imaginación. Pero debe tenerse cuidado, de esa misma manera, se puede caer en las marañas de un lenguaje oscuro, ríspido y obtuso; caer en páramos de incomunicación, sin poder generar catarsis en los lectores.

Hay que apostar a la síntesis del pensamiento, con amplitud del lenguaje. Encender las luces del tren, el cual conduce desde lo inconsciente a lo consciente, por rutas más accesibles, con atajos y puentes, encima de los ligeros rayos de la intuición. No debe haber insuficiencia ni desbordamiento de palabras ni de lenguajes. Solo “hacer florecer” la poesía en el texto.

La poesía no puede ser escrita

Escribir poesía no es solo un acto del intelecto. Dije “Escribir poesía”, pero ¿Quién escribe poesía? Nadie. La poesía no puede ser escrita, ella tiene su propia autonomía en el lenguaje de las cosas, aflora y se esparce. Se proyecta como centella o como nube en movimiento que cubre con su manto resplandeciente.

El autor trata de despertar esa centella, esa nube, por medio de las palabras. Unos lo logran, otros construyen esqueletos retóricos, pasadizos falsos en pro de rutas secretas que nadie ha transitado. Pocos pueden revelar códigos herméticos, auras trascendidas en el espacio y en el tiempo. Pero muchos se envuelven en interminables espesuras de palabras, sin lograr la catarsis completa, quedando cortos en la convocatoria del aliento poético.

Obviar la necesidad de la búsqueda en la lengua y el lenguaje del áureo florecer poético, negar el trabajo intenso de la composición de un texto con revelaciones poéticas es impropio. Cada autor se puede valer de muchas vías para alcanzar la plenitud del discurso deseado.

Desde tiempos antiguos se viene aconsejando la creación de una estructura lingüística, un esqueleto, una caja donde se puedan vaciar las palabras, con cierto orden, ritmo y musicalidad. Se han creado estuches maestros, como la décima y el soneto, para poner solo dos ejemplos. La rima y el ritmo con que se organizan las palabras son maravillas creativas.

Es como si en cada una de estas estructuras pudiera caber el universo. Y ciertamente, cabe. Se pueden vaciar los mundos y paramundos posibles, las galaxias y las constelaciones, el universo en constante expansión, como le gustaba decir a Stephen Hopkins. Pero los versos se sacudieron, se emanciparon y ganaron la batalla por la libertad, haciéndose llamar versos libres, dando paso a la expansión del mundo poético.

Cabe señalar que si se lee un poema y dentro se ausculta una amplitud cósmica de conceptos, emociones, sensaciones, conmociones y misterios, es posible que cerca ronde el aliento poético. Los usos de la lengua y el lenguaje articulados ayudan, algunos los consideran vitales en la composición. También lo creo.

Las puertas del torrente creativo

El universo cabe en un huevo, en un tomate, en una berenjena, en una flor, en un poema, en un verso, en una palabra, en un lexema… Sin excesos, cabe en un morfema, que es la unidad más pequeña de la lengua con significado léxico o gramatical, y no se puede dividir en unidades significativas.

Es más, cabe en un grafema que es la unidad mínima e indivisible de la escritura de una lengua. ¿Por qué? Un grafema cualquiera —como por ejemplo la s y su posicionamiento en la palabra— remite a otros significados.

Por ejemplo: no es igual la palabra “acecho” que “asecho”, solo el cambio del signo lingüístico c por s lleva al lector a otro significado. También, el grafema z, como otros, puede traer el origen y evolución de civilizaciones.

Si hacemos un periplo por el mundo antiguo, las raíces del grafema z se encuentran, según el orden de aparición: en el arameo, en el fenicio, en el griego, en el alfabeto latino y el alfabeto español. Resaltar que en las raíces del arameo el significado de z es “arma”. Ya el grafema simboliza una herramienta, definida en una palabra, que tiene significado lexical o gramatical. O el caso del número 2 que para algunos místicos o metafísicos podría simbolizar la posición de rodillas de un monje en pleno acto de oración.

Un símbolo o un signo pueden despertar una serie de motivos y conceptos en el autor si toma las puertas de su torrente creativo, esas que están en los mundos conscientes e inconscientes. La palabra “arma” puede llevar a un espectro referencial o argumentativo que va desde la simple onda del rey David hasta la más sofisticada arma cuántica de destrucción individual o masiva.

Solo el chispazo y el sonido de la palabra retumbando en la mente humana pueden despertar campos semánticos. Cuando se esparce esa honda sonora o ese reflejo visual en el cerebro que genera una reacción algorítmica en cadena, se abren las puertas de palacios y palacetes en la ciudad de oro de la imaginación.

Esas cadenas recogen las palabras, las ideas, los conceptos y los enigmas; forman las avenidas del lenguaje, llevando consigo la materia prima del aliento poético. Cuando esto pasa, el lenguaje alcanza su madurez y se convierte en un metalenguaje, el que trae esencia de eternidad o quizá el que posee la capacidad de transmutación, la propiedad alquímica del espíritu de las cosas.

La poesía como sustancia de las palabras

 Paul Verlaine-Paul Verlaine-

Los hechos y objetos fácticos descritos por el autor en un texto solo muestran el ropaje del metalenguaje, la poesía quedará encubierta en una crónica literal. Pero no todo este juicio es fáctico en sí mismo, en esa crónica que hemos llamado literal pueden filtrarse algunos rayos expresivos de la poesía, tenues haces de luz que no alcanzan el encantamiento. Revelan al lector el estado incompleto del texto para que brote el aliento poético, el efluvio vivificante y puro.

Veamos a hora lo que dice Stéphane Mallarmé en su contestación a J. Huref en la Enquête sur l’évolution littéraire —citado alguna vez por León Tostoi—: “Nombrar algún objeto es suprimir las tres cuartas partes del goce de un poema, que consiste en adivinar poco a poco, sugerir el objeto; tal es el ideal” (Pág. 23). Nos habla de un texto con poco o ningún enigma, que no atiza las inquietudes.

El lector no tiene la oportunidad de levantar sus alas para buscar un reconocimiento, una empatía espiritual —por decirlo de manera mística— con sus estados interiores de autorrealización. No es que el fin de la poesía sea la autorrealización personal y espiritual de un individuo, sino que puede ser considerada como un vehículo, en los caminos de la contemplación, reflexión y trasmutación del ser.

Quizá Paul Verlaine tenía razón al decir: “¡Qué tus versos son la cosa alada que se siente huir del alma a otro cielo y a otro amor!”.

La poesía, como sustancia de las palabras, debe fluir, convertirse en un rayo para romper la inercia, hasta el estado que brinda el concepto de plenitud, como aspiración humana o divina. El autor es escritor y educador

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